Relato – En los albores de la historia

Esto iba a ser el prólogo de otra historia. Pero aquí os lo dejo, ya veré si en algún momento lo utilizo…

En los albores de la historia…

Hace mucho tiempo, en los albores de la historia de un universo ya extinto ―o que aún no ha comenzado a existir, ya que el paso del tiempo depende del lugar desde el que se observe―, habitaba el pueblo de las sombras.

Lahma’ya, cuyo nombre significaba sombra intrépida, llevó a su hija Lima’ya ―sombra superviviente― ante el consejo de la ciudad. El pueblo de las sombras era un pueblo pacífico, y ante todo ansiaba encontrar el conocimiento para poder desentrañar el misterio sobre cuál era su lugar dentro de la existencia. Lima’ya era su oráculo. Su madre ―que no era su madre biológica, si hemos de hacer un símil con lo que nosotros entendemos como madre e hija― había encontrado a Lima’ya en una de sus incursiones al Valle de la Luz. El Valle de la Luz era un lugar temible para el pueblo de las sombras, ya que aquellos que se adentraban en él se iban perdiendo en su resplandor para, poco a poco, desaparecer para siempre, dejando tras de sí solo su recuerdo. Lahma’ya no temía al Valle de la Luz, pero lo respetaba. Y por ello aprendió a moverse por sus lindes, y así descubrió muchos secretos sobre la relación entre las sombras y la luz, y esos secretos hicieron a su pueblo más sabio. Pero su mayor descubrimiento fue la propia Lima’ya. Había encontrado a la niña al borde del olvido, cuando solo quedaba de ella una leve bruma, casi indistinguible en el resplandeciente brillo del valle. La sacó de allí y la llevó a la ciudad, donde la cuidó y la tomó como su hija. La pequeña tardó mucho en recuperarse, pero cuando lo hizo resultó ser una niña alegre e inteligente, una sombra negra que resaltaba incluso dentro de la noche más oscura. No recordaba de dónde venía, pero estaba claro que había cruzado el Valle de la Luz ella sola ―o, si lo había hecho acompañada, ella había sido la única superviviente―.

Pronto resultó evidente para todos que la niña era algo más de lo que parecía a simple vista. Tal vez su experiencia al borde del olvido la conectó con algo más profundo dentro de la urdimbre de la propia existencia, o tal vez esa conexión fue lo que le permitió sobrevivir al desierto del Valle de la Luz. Pero la realidad era que sus reflexiones, sus ideas, y sus respuestas a las preguntas sobre las cuestiones que debatían los sabios entre los sabios, hicieron que toda la ciudad volviese sus ojos hacia ella ―o lo habrían hecho, si las sombras tuviesen ojos, pero es un modo de expresarnos, para que nos podamos entender―. Y Lima’ya, la sombra que sobrevivió al temible valle, debatió con ellos y los dejó sin argumentos, y les planteó cuestiones que jamás se habían planteado, cuestiones que iban más allá de lo que la propia Lima’ya era capaz de responder. Y se dieron cuenta de que Lima’ya no respondía por lo que sabía, sino por lo que su instinto le dictaba. Y decidieron enseñarle todo lo que ellos conocían y, al instruirle, ella fue comprendiendo más acerca de su unión con la urdimbre de la propia realidad, y se sumió en reflexiones cada vez más profundas, que podían durar horas, o días, y respondió a preguntas cada vez más complejas, con respuestas que no siempre entendían, pero que atesoraban, y sobre las que debatían.

A pesar de su importancia para la cuidad, Lima’ya no dejaba de ser una niña alegre y risueña; le gustaba jugar con el resto de pequeñas sombras, a las que enseñaba sencillos trucos para desenvolverse con soltura, sin miedo pero con respeto, en los alrededores del Valle de la Luz. Y Lahma’ya estaba orgullosa de su hija ya que, gracias a sus enseñanzas, las pequeñas sombras de la ciudad iban aprendiendo las cosas que a ella misma le habían costado años, y sabía que todo ello les haría, en conjunto, más sabios.

Pero nunca había sentido tanto orgullo como aquel día. El consejo estaba convencido de que era el momento de plantearle la pregunta que hacía mucho tiempo que querían hacerle. Sentaron a su oráculo en el centro de la plaza de la sabiduría, en la silla conocida como el trono de sombra, tallado en la propia esencia de la oscuridad; y todos los habitantes de la ciudad ―ancianos, adultos, jóvenes y niños―, se reunieron en torno a la silla, en la enorme explanada que la rodeaba, y esperaron, en silencio. Y dejaron a su madre tener el honor de realizar la pregunta que todos querían escuchar.

― Hija mía ―dijo, al tiempo que acariciaba su rostro, si es que las sombras lo tienen―, el pueblo quiere hacerte una pregunta.

― Madre ―respondió ella, con una sonrisa―, yo soy una con el pueblo. Mi sabiduría es vuestra, y vuestro gozo es el mío. Pregunta.

― ¿Qué es la existencia a la que una vez nacemos, y qué es el olvido que la sucede?

Lima’ya miró a la multitud allí congregada, antes de volver a mirar a su madre y sumirse en un trance que la unió con lo más profundo de su ser. El pueblo esperó, inmóvil como solo las sombras en la oscuridad saben esperar. Todos los allí presentes ―niños, jóvenes, adultos y ancianos― observaron en silencio. Su madre se mantuvo allí, junto a ella, inmóvil. Y así permanecieron, pacientes, durante cuarenta y dos días con sus cuarenta y dos noches, porque las sombras no se debilitan ni se cansan cuando están inmóviles en la oscuridad, donde son pacientes y pasan desapercibidas.

Y al cabo de ese tiempo, Lima’ya se movió. Y dos ojos negros refulgían en su rostro, o lo hubiesen hecho, si una sombra hubiese podido tener ojos. Y de la negrura de sus ojos brotó una luz oscura que caló hasta lo más profundo de las oscuras almas de todos los allí presentes. Y en esa oscuridad escucharon las palabras, que se grabaron en sus mentes:

― Hace mucho, mucho tiempo, una tribu ya desaparecida se preguntó por la existencia, y por el olvido, al que ellos llamaban muerte. Y su pregunta tuvo una respuesta, aunque no era la respuesta que ellos esperaban, puesto que les reveló en forma de leyenda. Y esa antigua leyenda decía así:

«La realidad depende de la consciencia, y la consciencia es la realidad. Cuando dos seres nacen a la consciencia en el mismo instante, la realidad sufre, ya que la consciencia es un regalo único, que no debería entregarse al azar, y cuyo despertar debe ser celebrado de forma independiente. Si dos seres nacen a la consciencia en el mismo momento, su destino queda unido, y su muerte, su regreso a la urdimbre que todo lo une, habrá de darse también en el mismo instante. Pero la muerte tiene sus límites, ya que cuando ella misma fue creada, no supo que debía de ser capaz de estar en dos lugares a la vez. Y por eso, cuando debe reclamar dos consciencias que nacieron unidas, necesita desgarrar la realidad en dos, ya que así el tiempo en ambas mitades discurrirá de forma independiente. De ese modo, saltando de una realidad a otra, podrá reclamar lo que le corresponde, en el momento adecuado.

Pero este hecho tiene su precio, ya que desgarrar la realidad no es gratis, y la muerte, a la que nosotros llamamos olvido, necesita un tiempo para descansar y volver a unir lo que desgarró; y si alguien conociese este hecho, y tuviese el tiempo suficiente para esperar eternamente, podría aprovecharlo para moverse libremente entre las realidades, y así escapar incluso del calabozo más profundo de la prisión más inexpugnable.

Y, aunque cada consciencia es única, la muerte también tiene sus pequeños caprichos: si tuviese que saltar de una realidad a otra para reclamar su segunda pieza y, en su cansancio, obtuviese un regalo que considerase de igual o mayor valor que la consciencia que le queda por reclamar, podría demorarse un poco más en acudir a por ella.

Si otro ser, un cazador que quisiese volver a encerrar en su profunda prisión a quien aprovechó el desgarro para escapar, conociese esta curiosa debilidad de la muerte, podría aprovecharla para iniciar una larga y complicada cacería, y deshacer así lo que nunca debió suceder.»

Y esas palabras quedaron grabadas con fuego oscuro en las almas de todos aquellos que estuvieron presentes, en la explanada que rodeaba al trono de sombra. Y aunque no las entendieron, supieron que, de algún modo, estaban relacionadas con la respuesta a la pregunta que habían formulado. Y de entre los allí presentes surgieron grandes mentes, que pensaron, reflexionaron, y debatieron, entre ellos y con la propia Lima’ya. Y su madre creció en orgullo y en prestigio dentro de la cuidad.

Pero sus reflexiones, pensamientos y respuestas, aquello que el pueblo de las sombras llegó a conocer, ya ha sido reclamado por el olvido, ya que todo aquello que nace a la consciencia debe volver al lugar del que salió, a la propia urdimbre que teje la realidad. O puede que aún no haya llegado a suceder. Todo depende del lugar desde el que se mire.

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