Aunque he publicado pocas cosas en el blog, la verdad es que este verano he aprovechado para escribir bastante.
Por un lado, he escrito un par de capítulos más de la segunda parte de La voz de la nada. Sé que no es mucho, pero he revisado varias veces lo que ya tenía escrito, he cambiado de opinión en varias ocasiones, y me he atascado en un par aspectos. Pero, poco a poco, va avanzando.
Por otro lado, he seguido con mi libro de relatos fantásticos «Historias de la penumbra». He escrito un relato corto, varios capítulos de la novela corta de terror sobrenatural que se incluirá en el volumen («El santuario del norte»), y tengo medio escrito otro relato que iba a ser corto, pero va ya para las cincuenta páginas («Corazón de perro»).
Sobre el otro relato, el terminado, se titula «Una chaqueta de entretiempo», y es un homenaje a uno de mis autores preferidos, el gran Terry Pratchett. Me encantaría publicarlo, pero tengo intención de enviarlo a un concurso literario de relato corto, y uno de los requisitos es que sea inédito, por lo que no puedo hacerlo público.
Y sobre «Corazón de perro», ¿qué os puedo decir? Que estoy disfrutando como un enano con su escritura, y que es una especie de revisión del mito de los vampiros… pero sin beber sangre, con un toque de humor retorcido en un ambiente ochentero, y con sexo y violencia. Ah, y que los nombres de los capítulos son emoticonos 😀
Tengo muchas ganas de publicar algo más, ya que las críticas que estoy recibiendo me animan mucho, pero en esta ocasión voy a tomarme las cosas con más calma que con La voz de la nada. Quiero pulir bien lo que hago, ya que estoy aprendiendo mucho, aunque aún me quede un largo trecho para llegar a un nivel aceptable, y mi nivel de exigencia es cada vez mayor.
Aquí, el primer relato que publiqué, «En los albores de la historia«. Es un poco extraño, y estaba destinado a ser el primer capítulo de una novela fantástica. Pero por ahora lo dejo ahí.
Y si quieres apoyarme comprando mi novela (lee primero los tres primeros capítulos, para saber si te parece interesante), aquí la tienes en Amazon (ebook y papel).
Este relato se lo dedico a mi amigo Dorian. Aquella conversación de hace ya casi veinte años en un autobús, y las múltiples blasfemias que soltaste, tal vez te hayan condenado al infierno eterno, pero a mí me hicieron reír bastante, y ahora han sido la inspiración de este relato.
Por cierto, si alguien
se siente ofendido por este texto, que se lo haga mirar. Desde mi más profunda
creencia opino que si Kevin Smith no va a arder eternamente por Dogma, tampoco lo
hará nadie por esto…
«Recuerdo el primer día en el que le vi como si fuese ayer. La
climatología era agradable ―algo no muy habitual en Londres en esa época del
año―, así que aproveché para salir con tiempo de casa, y airearme un poco antes
de ir a ver a mi psicóloga. Decidí dar un paseo por el parque junto a la
consulta ―no porque me gustase pasear, sino porque me habían prescrito sol y el
aire fresco para ayudarme con mi depresión―. No fui el único que había tomado
esa decisión, por lo visto, ya que el lugar estaba atestado de gente paseando y
haciendo deporte. Mi primer pensamiento hacia ellos fue de rabia. ¿Acaso no
trabajaban? ¿Tenían que pasear por el parque el mismo día que yo? Me resultaron
molestos. Pero, al fin y al cabo, ellos podían pensar lo mismo de mi presencia
allí. En aquel momento pensaba que no teníamos más remedio que tolerarnos, que
era necesario vivir en una sociedad que a duras penas compensaba ―con los
escasos servicios que nos prestaba― las molestias que nos causábamos los unos a
otros.
Perdido en mis pensamientos mientras deambulaba por el
parque, algo llamó mi atención por el rabillo del ojo. En un banco, solo, había
un viejo mendigo: su aspecto era demacrado, con la cara huesuda medio tapada
por una desaliñada barba blanca; tenía las manos sucias, con las uñas negras,
cruzadas sobre sus piernas; y miraba al suelo, ignorando a todos los que
pasaban junto a él ―y que, a su vez, supuse que trataban de ignorarlo
igualmente―. Pero lo que más me llamó la atención de él fue su chubasquero. Era
un chubasquero amarillo, ridículamente brillante, que desentonaba completamente
con el buen tiempo de aquel día. Me sentí asqueado y fascinado a partes iguales
por aquel extraño personaje. Busqué un asiento lo suficientemente alejado de su
banco, pero que me permitiese una línea de visión directa de aquel vagabundo
―término que, en aquel momento, se me antojó perfecto para definirlo―. Me senté
a varios metros de aquel personaje y saqué mi e-book, con intención de
disimular y emular un rato le lectura para no hacer evidente que, lo que
realmente quería hacer, era observarle.
Vi cómo diferentes personas rehuían de él. Se acercaban a su
banco con intención de sentarse, pero en el último momento decidían marcharse
de allí y buscar otro asiento ―asqueados por su presencia, supuse en aquel
momento―. Una, dos, tres… conté hasta diez personas esquivando la compañía de
aquel extraño hombre. Él los ignoraba, inmóvil, con su mirada clavada en el
suelo y sus sucias manos entrelazadas sobre sus rodillas. Su banco estaba al
sol, y en el cielo no había ni una miserable nube. Me pregunté si se estaría
asando bajo aquel extravagante chubasquero amarillo. Me embargó la extraña
curiosidad de saber si, de un momento a otro, sufriría algún tipo de colapso,
un desmayo… o algo peor. No os negaré que me sentí incluso aliviado ―con una
punzada de culpa―, al pensar que había en el mundo alguien cuya situación era
peor que la mía.
Y fue en aquel momento, cuando su situación se tornó para mí
reconfortante, cuando me estaba preguntando si se iba a morir bajo el sol con
aquel ridículo chubasquero amarillo, cuando me miró. El hombre levantó la
mirada y fijó en mí unos ojos que solo pude calificar como inhumanos. Su iris
era gris-azulado, casi blanco. Solo había visto unos ojos así años atrás, en el
perro de un antiguo conocido ―en aquella época en la que aún no sufría de cinofobia,
fobia a los perros―, cuyos ojos estaban totalmente blancos y ciegos a causa de
unas cataratas; unos ojos que, vistos en un animal, el los únicos sentimientos
que podrían causarle a uno serían el asco y las ganas de aplicarle la
eutanasia. Pero él no estaba ciego, porque su mirada estaba fija en mí, como si
se hubiese dado cuenta de que llevaba allí un buen rato, observándole,
estudiándole, tratando de comprender cómo había llegado a aquella situación.
Abrió la boca ―sus dientes eran negros, con apariencia de estar completamente
podridos― y, a pesar de la distancia, escuché sus palabras como si se
encontrase justo a mi lado:
― ¿Por qué me ves?
Sentí pánico ―o, mejor dicho, auténtico terror―. Me levanté,
no fui consciente de cómo guardé mi libro electrónico, solo recuerdo que unos
minutos después estaba aporreando la puerta de la consulta Marge ―o Margaret,
pero mi psicóloga llevaba tratándome ya tanto tiempo que había suficiente
confianza entre nosotros como para llamarla Marge―, suplicándole que me dejase
pasar, y lanzando miradas furtivas por encima del hombro, aterrado de que aquel
hombre me hubiese seguido y me encontrase allí, en el bajo de aquel portal,
solo y sin posibilidad de escapatoria.
Marge estaba con otro paciente en aquel momento. Su consulta
era tan pequeña que no tenía sala de espera, tan solo un pequeño hall, un baño
y la propia consulta en sí.
― Peter, ¿qué te ocurre? En este momento me encuentro
ocupada… Dios mío, ¿qué te ha pasado? Tienes un aspecto terrible ―me dijo.
― Necesito pasar, Marge, por favor. Necesito entrar.
― Pero no tenemos cita hasta dentro de diez minutos, ahora
mismo estoy ocupada con otro paciente. ¿No puedes esperar un momento aquí
fuera, o tomando el aire para tratar de tranquilizarte?
― Esperaré en el baño, si es necesario, pero no puedo seguir
aquí, y menos aún en la calle… Por favor, Marge ―enfaticé aquella última
súplica cogiéndola de ambas manos.
Finalmente accedió, supongo que movida por mi agitación, y
no queriendo dejar a un paciente en la calle mientras sufría un ataque de
ansiedad como el que yo estaba experimentando. Me encerré en el baño durante el
tiempo que tardó en despachar a su cliente, tratando de tranquilizarme, de
respirar, de convencerme de que tal vez había sido yo quien había sufrido una
insolación ―aunque mi banco se encontrase a la sombra―, y que todo aquello
había sido tan solo producto de mi imaginación. Tras un tiempo que me pareció
una eternidad, llamó suavemente a la puerta.
― Peter, ¿estás bien? ¿Quieres abrirme la puerta?
Fui consciente de que había echado el pestillo de manera
instintiva, y de que Marge estaba tratando en vano de abrir la puerta del
lavabo.
Me levanté, lentamente y sin ser capaz de hablar, quité el
pestillo y volví a sentarme sobre la taza del wáter. Unos segundos más tarde
Marge abrió la puerta cuidadosamente y asomó la cabeza.
― Peter, ¿qué ocurre?
Sin hablar aún, me levanté, y ella se apartó de la puerta
para dejarme salir de la pequeña estancia. Me agarró de un brazo y me acompañó
hasta la consulta. Me indicó que me tumbase en el diván. Ella nunca usaba el
diván. Lo tenía allí como un elemento decorativo, más que otra cosa ―sus
pacientes se sentaban junto a ella en un sofá, como personas civilizadas―. Pero
por algún motivo decidió que, en aquel momento, yo necesitaba tumbarme. Cuando
conseguí tranquilizarme, le relaté lo ocurrido. Tal y como hacía siempre que
nos encontrábamos, no habló, sino que se mantuvo en silencio, apuntando en su
libreta aquellas partes de mi intervención que consideraba relevantes. Cuando
terminé de relatarle aquél extraño encuentro, lo que me suscitó, y mi
apresurada huida, se tomó unos instantes para pensar sobre aquello, antes de
hablar:
― Peter, ¿no crees que es ya el momento adecuado para que me
hagas caso?
― ¿A qué te refieres?
― Hace ya un tiempo que te he recomendado ayuda
complementaria, más allá de tus citas conmigo.
― No quiero ir al psiquiatra.
― Peter, creo que estás comenzando a experimentar aporofobia
―o, dicho de otro modo, miedo a los pobres y a los vagabundos―. Si fuese algo
aislado, no tendría mayor importancia, pero sería una más dentro de tu lista de
miedos y fobias. Peter, necesitas otro tipo de ayuda, hay algo dentro de tu
cerebro que se ha roto, y yo sola no puedo arreglarlo. Ahí hay un desequilibrio
químico, y solo la química puede restablecerlo.
Me sentí enfadado por su propuesta. Conocía a algunos amigos
y familiares que habían vivido empastillados, a base ansiolíticos y
tranquilizantes, y que eran una especie de muertos vivientes, personas que ni
sentían ni padecían, que se arrastraban por la vida sin enterarse de qué
ocurría en su día a día. Además, ella conocía perfectamente mi farmacofobia ―es
decir, mi miedo a los medicamentos―. ¿Cómo se le ocurría insistir en esa
estúpida idea?
Terminó el tiempo de la consulta y, con un esfuerzo
sobrehumano, salí de nuevo a la calle. Oteé las calles a uno y otro lado, en
busca de aquel vagabundo ―o de cualquier otra persona con aspecto amenazante―,
y cuando me hube convencido a mí mismo de que allí no había nadie que pudiese
hacerme daño ―ni animales, ni objetos hacia los que sintiese algún tipo de
aprensión―, me apresuré a volver a mi casa. Allí me sentía seguro, a salvo; era
mi refugio, el lugar en el que no tenía nada que temer. Hasta aquel día. Tras
una larga ducha, en la que froté mi cuerpo hasta la saciedad, tratando de sacar
de mí la extraña sensación que la mirada de aquel hombre me había dejado
impregnada, encargué una cena a mi único restaurante de confianza y me dispuse
a pasar una tranquila noche de viernes viendo en la televisión algún programa
que me ayudase a evadirme. Lo bueno de la televisión era que, si algo me
producía miedo o aprensión, era suficiente con cambiar de canal.
El programa que escogí parecía seguro, insulso: uno de esos
recopilatorios de anuncios televisivos de hacía años, dirigidos a que la
población de mediana edad, como era mi caso, se quedase pegada a la pantalla debido
a la nostalgia. Aparté ligeramente la mirada en alguno de ellos, pero el
recuerdo de haberlos visto ya con anterioridad, pudiendo anticipar lo que iba a
ocurrir, me ayudó a controlarme. Hasta que apareció aquel anuncio: un grupo de
aguerridos pescadores luchaba contra el oleaje para capturar su pesca, que
sería después convertida en varitas de pescado para que los niños no
protestasen a la hora de la cena. Y allí volví a verle. Era el capitán de la
embarcación. Tenía el pelo y la barba más arreglados, a pesar de estar vadeando
una aparente tempestad, y sus dientes no eran negros, pero era él. Y durante un
fotograma me miró, su cara cambió, sus dientes de nuevo negros, su iris de
nuevo inhumano, ciego pero capaz de ver mi propio interior; y dentro de mi
cerebro escuché, una vez más, su pregunta:
― ¿Por qué puedes verme?
Sé que mis ojos no lo pudieron captar, o al menos no mi
mente a nivel consciente, puesto que aquello transcurrió durante un breve
instante. Fue como si aquella leyenda urbana de mi juventud, en la que los
cines intercalaban fotogramas para azuzar el consumo de palomitas y de un
conocido refresco entre los espectadores, se hiciera cierta ―pero de un modo
mucho más tétrico y amenazante―. Salté. Terminé detrás del sofá, escondido,
acurrucado, con las manos sobre la cabeza y los ojos fuertemente cerrados,
deseando con toda mi alma que aquel anuncio llegase a su fin. No fue hasta
cinco cortes de anuncios antiguos más tarde, cuando los presentadores
comenzaron a hablar de nuevo, que me atreví a asomarme desde detrás del sofá.
Tenía miedo de que aquel hombre se hubiese materializado en mi salón por arte
de magia. Pero allí no había nada, tan solo la televisión, encendida,
amenazante, capaz de volver a mostrarme esa imagen en cualquier otro momento.
La apagué. Tiré la cena, puesto que había perdido el apetito por completo. Me
metí a la cama, tratando de convencerme a mí mismo de que había sido producto
del estrés de aquel día, pero fui incapaz de dormirme. Sentía miedo, miedo a
que apareciese en mis sueños ―conocía el término, somnifobia, y temía que, a
partir de ese momento, se sumase a mis ya abundantes temores―, miedo a no poder
descansar nunca más. Pasé todo el fin de semana en vela. No comí. No dormí. Tan
solo me levanté de la cama para beber algo de agua y para ir a orinar. Y
también para llamar a una empresa de mudanzas urgentes, solicitándoles que
retirasen de mi casa la televisión cuanto antes ―por miedo a encenderla y que
ese hombre volviese a amenazarme―. Fue el comienzo de mi fobia a la televisión
―también conocida como televisiofobia―. Y fue un mal momento para ello, ya que
el lunes siguiente, realizando un gran esfuerzo, decidí acudir a un
supermercado cercano para tratar de comprar algo de comida ligera, que me
ayudase a retener en el estómago algo de alimento, tras más de cuarenta y ocho
horas sin probar bocado.
Resultó ser la semana promocional de venta de televisores en
la cadena a la que pertenecía aquel establecimiento. Cientos, miles de
televisiones ―probablemente no eran tantas, pero en mi estado me lo
parecieron―, me recibieron a mi entrada al establecimiento. No solo eso, sino
que, en todas ellas, se proyectaba la reposición de aquel programa de anuncios.
Y lo hacía en el preciso instante en el que los aguerridos pescadores luchaban
por llevar a todos los niños varitas de pescado procesado. Y allí apareció de
nuevo, mirándome, hablándome:
― ¿Por qué puedes verme?
Salí corriendo. Mi pánico hacia aquel hombre era superior a
cualquier otra sensación que hubiese tenido a lo largo de mi existencia. Sentí
que perdía el control de mi vida, y me dirigí a toda prisa hacia la consulta de
Marge. Cuando abrió la puerta, supliqué su ayuda. Traté de contarle lo
ocurrido, mi nuevo pánico a los televisores, las voces que me hablaban, mi falta
de sueño…
Debido a mi estado hizo salir a su paciente y me hizo pasar;
pero, una vez dentro, en lugar de entrar conmigo, cerró la puerta por fuera y
echó la llave. Le pedí que me dejase salir de allí, pero fue en vano. Corrí a
la ventana, dispuesto a salir por allí ―al fin y al cabo, era un bajo―, pero nunca
hasta ese momento había sido consciente de la presencia de barrotes. Estaba
atrapado. Solo se abrió la puerta cuando una ambulancia hizo su aparición y dos
enfermeros me obligaron a tumbarme en la camilla, camino al hospital.
― Estoy mejor, en serio ―comenté cuando trataron de hacerme
la valoración inicial en el área de triaje―. Margaret, quiero decir, mi
terapeuta, se ha asustado al verme, pero solo estaba un poco nervioso, puedo
irme a casa…
― A ver, déjeme que le eche un vistazo…
La voz vino de mi espalda. Cuando me giré vi junto a mí a un
doctor, cuyo corte de barba era idéntico al del temible marino del anuncio.
Grité, pataleé, y lo último que recuerdo de aquel momento fue a dos enfermeros,
ayudados por dos agentes de seguridad, atándome a una camilla y pinchándome en
el muslo algo que me hizo perder el conocimiento.
Los recuerdos posteriores están algo borrosos, pero recuerdo
haber conversado con una doctora sobre todo aquello que debían mantener alejado
de mí.
― No quiero televisión en la habitación ―le dije.
― Hemos hablado con su psicóloga. Esté tranquilo. Nos ha
comentado el porqué de su último ataque. Nada de televisiones.
― Y el doctor. Que se afeite. Nada de barbas.
― ¿Pogonofobia? Qué interesante, no habíamos tenido un
paciente con ese problema desde hacía años.
― Bien. Me da lo mismo. Pero no quiero barbas.
― ¿Algo más?
― Ovejas.
― ¿Cómo?
― Ovejas. Sobre todo, nada de ovejas. Ovinofobia. Es mi
principal problema, y es así como comenzó todo lo demás.
― Sí, su psicóloga, la señorita Margaret, nos habló de eso.
Pero esto es un hospital. No solemos tener ovejas por aquí.
― Me da lo mismo. Por si acaso. No quiero ver una oveja, ni
un dibujo de ovejas, ni que me digan que cuente ovejas, ni una prenda hecha con
lana de oveja… nada de ovejas.
― Está hecho, nada de ovejas.
Mi hospitalización se alargó durante algo más de tres meses.
He de reconocer que al salir de allí me sentí fortalecido, con un nuevo vigor; aunque
no curado, ya que mis miedos seguían allí presentes, acechantes, esperando su
momento, pero pensaba que los tenía bajo control. Un error por mi parte, como
después pude comprobar.
Fue casi nueve meses después, más o menos en el aniversario
de mi primer encuentro con aquel vagabundo, cuando todo mi mundo cambió de
arriba abajo. De nuevo, el día era soleado. De nuevo, acudía con tiempo a mi
cita con Marge. Y, de nuevo, decidí pasar por el parque a airearme. No había
acudido a pasear por allí desde mi anterior percance. Supongo que quería
probarme a mí mismo que todo aquello formaba ya parte del pasado, que poco a
poco era yo, y no mis miedos, quien iba retomando el control de mi vida ―el
mismo motivo por el que, un par de semanas antes, me había vuelto a comprar un
pequeño televisor―.
Craso error. Allí estaba él. En el mismo banco. Con el mismo
chubasquero amarillo, ignorado por todos, invisible para quienes visitaban el
parque. Pero no para mí. Y esta vez no miraba al suelo, sino que me miró
directamente, desde la distancia, sentado en su banco, con las manos
entrelazadas sobre las rodillas.
― ¿Por qué puedes verme?
Salí corriendo. No fui a la consulta de Marge, sino a mi
casa. La pequeña televisión se encendió sola.
― ¿Por qué puedes verme?
El anuncio de los pescadores estaba allí, pero esta vez el
capitán no luchaba contra las olas, sino que las ignoraba, ajeno a los
esfuerzos de sus compañeros por conseguir la cena para los niños mimados que
eran incapaces de comer pescado de verdad, con espinas, piel y cabeza.
― ¿Por qué puedes verme?
Corrí a mi habitación.
― ¿Por qué puedes verme?
La voz ya no provenía de la habitación, sino del pasillo. Me
escondí bajo las sábanas, llorando, aterrado.
Silencio. Pensé que se había ido. Respiré hondo. Tal vez me
había extralimitado. Llevaba meses lo suficientemente cuerdo como para pensar
que me estaba recuperando. Tal vez no tenía que haber ido a aquel parque. Tal
vez el impacto psicológico fue demasiado fuerte para mí.
Silencio. Tal vez mi cordura había tomado de nuevo las
riendas de mi cerebro. Lentamente, saqué la cabeza de entre las sábanas. Estaba
allí, inmóvil, en la puerta de mi habitación.
― ¿Por qué puedes verme?
Balbuceé, incapaz de hablar. El hombre no se movió, pero de
pronto se hallaba a los pies de la cama.
― ¿Por qué puedes verme?
Quise cerrar los ojos, pero el miedo me paralizó, y perdí la
capacidad de realizar de manera consciente cualquier movimiento, por trivial
que fuese. En un abrir y cerrar de ojos, se encontraba junto a mí, en pie, erguido,
situado a mi derecha.
― ¿Por qué puedes verme?
― ¡¿Qué quieres?! ¡¿Quién eres?! ―grité.
Su expresión cambió, y por primera vez, también su pregunta:
― ¿Quieres saber quién soy?
― ¡Sí! ¡¿Quién eres?!
― Mi nombre es… ―el silencio fue similar a una pausa
dramática, situada ahí, en ese punto, para dotar de mayor solemnidad a la
escena―, ¡Bushu!
Él, Bushu, me miró, esperando alguna reacción por mi parte.
Parecía que yo debiera de conocer su nombre.
― ¡Yo soy Bushu! ―repitió.
― Yo… lo siento… por favor, no me hagas daño… pero no te
conozco.
― Joder ―de pronto, pareció solo un viejo abatido, con los
dientes podridos y los ojos ciegos―. Puta mierda. ¿Me puedo sentar?
Aquello me pilló por sorpresa.
― ¿Aquí?
― Sí.
― ¿En la cama?
― Evidentemente.
Me hice a un lado. La situación estaba tomando un cariz
demasiado extraño. ¿Por qué tenía que conocer su nombre? ¿Por qué se sentía tan
apesadumbrado? Sí, también había otras preguntas en mi cabeza ―por ejemplo,
cómo había salido de la televisión, y cómo se movía sin andar―. Empecé a pensar
en si era alguien a quien había conocido anteriormente. ¿Un fantasma? No, no se
me parecía a ningún conocido que hubiese muerto. ¿Un amigo imaginario de la
infancia? Tal vez, de pequeño, había jugado con él en mi imaginación, y la falta
de contacto durante años le había vuelto… bueno… así.
Se sentó en el borde de la cama, dándome la espalda, con las
manos entrelazadas sobre las rodillas y mirando al suelo.
― ¿Eres cristiano? ―preguntó al cabo de un rato.
― Judío. Pero no practicante. Por la familia, y esas cosas.
Hago las celebraciones de rigor, pero más por cultura que por otra cosa ―pensé
que no tenía sentido mentir a alguien que vivía dentro de mi cabeza.
― ¿Has leído la Torá y los textos sagrados de tu religión?
― Bueno… algunos, no todos, pero lo más habitual sí, y
alguna otra parte por curiosidad.
― ¿Y no conoces mi nombre?
― Eh… no. Lo siento.
― ¿Bushu, el ángel exterminador?
Me quedé pensativo.
― ¿Ese no era Azrael?
― ¿Azrael? ¿Ese pacifista? ¡Venga, no me jodas!
― Bueno, es lo que dice la tradición…
― Pues la tradición es una mierda. Las cosas ya no son como
eran, antes los exterminios eran de verdad. ¿Las plagas de Egipto? ¿La
destrucción del ejército del faraón? ¿Los cinco mil muertos en una sola noche
en el campamento de Senaquerib? ¡Todo aquello fue obra mía! ¡No me jodas que se
las habéis adjudicado al pacifista de Azrael!
― Bueno… yo… no ha sido cosa mía, ¿sabes? Es lo que me
enseñaron.
― ¿Sabes cuándo empezó todo el rollo de Azrael? Cuando el
jefe me dijo que las cosas tenían que empezar a cambiar. Que los tiempos eran
diferentes, que la humanidad ya estaba lista para interactuar con él de otro
modo…
― Ya…
― ¿Conoces a Eliseo?
― ¿El profeta?
― Sí.
― Era uno de mis pasajes favoritos… lo del oso y tal. Me
hacía gracia.
― ¿Te hacía gracia? ―aquello pareció descolocarle―. ¡Pues
fue su primer y único trabajo cruento! ¡Y lo llaman exterminador!
― ¿Trabajo cruento?
― Sí, el tío, Azrael, se pasaba el día hablando de educar a
los humanos en el amor y en la paz. Un buen día las tesis de Dios cambiaron y
dijo que era cierto, que todo estaba así previsto desde el inicio de los
tiempos, pero que había que hacer una transición lenta, que la humanidad tenía
que asimilarlo, poco a poco, que la naturaleza humana era complicada. Y en ese
momento llegó la invocación de Eliseo.
― Lo de los críos.
― Eso es. Había unos críos llamándole calvo, y como buen
profeta de su época, invocó a Dios para que acabase con los críos. Yo ya estaba
preparado, tenía pensado acabar con los niños y sus familias, y con parte de su
pueblo, con una lluvia de fuego y de azufre, y de paso maldecir durante
cuarenta años las cosechas de todos los supervivientes. Un clásico, vamos. Y me
dicen que no, que ya no vamos a hacer las cosas así, que sí que hay que dar una
lección a los niños, pero que tiene que ser algo más delimitado. Y se lo
encargan a Azrael.
― A Azrael…
― Eso es. Él era reacio a matar a los niños, pero le dijo
que en un primer momento aún había que hacer las cosas así, pero que no se
preocupase, que les reservarían un lugar en el paraíso por eso de haber
contribuido al cambio y tal, y que él, Azrael, tenía que experimentar de
primera mano lo que era la violencia, de cara a poder ayudar a establecer la
paz en las generaciones venideras. Pues lo único que se le ocurrió fue coger la
apariencia de un oso y asustar a los críos, con tal mala pata que estaban junto
a un acantilado, salieron corriendo y se despeñaron. ¡Ni siquiera les arrancó
la cabeza personalmente! Eliseo no estuvo muy contento, todo hay que decirlo.
Él esperaba una actuación más a la vieja usanza…
― Espera, has dicho “le dijo que en un primer momento…” ¿te
refieres a Dios?
― Pues claro. ¿A quién si no?
― ¿Cómo es?
― ¿Quién?
― Dios.
― Venga. No me jodas ―aquello le dolió.
― ¿Cómo?
― Tienes aquí a Bushu, al ángel exterminador, y en lugar de
preguntarme por mí, ¿me preguntas por él? Típico de humanos.
― Yo… lo siento… es que…
― No, no. Déjalo. Al fin y al cabo, ¿quién soy yo? He
acabado con civilizaciones, con ejércitos, he provocado hambrunas diezmando cosechas…
y eso si hablamos de la historia. ¿Antes de la humanidad? ¡Aquellos primeros
agujeros negros que desafían “las leyes de la física”! ―remarcó aquella
expresión haciendo con las manos el signo de las comillas―. ¡Aquellas
supernovas que barrían galaxias enteras! Eso eran obras de artesanía, arte puro
y duro… exterminios a nivel estelar. Pero luego hubo que empezar a hacer las
cosas “siguiendo las leyes de la física” ―de nuevo, aquel gesto―, para que
pudieseis darles una explicación cuando las estudiaseis. ¿Y los exterminios? Ya
no eran cosa divina, de pronto tenían que ser culpa de la maldad del ser
humano, de las envidias, de los juegos políticos y económicos… Así que me quedé
sin trabajo, a grandes rasgos.
― Ya… lo siento.
No tenía muy claro qué más decirle. Al fin y al cabo, estaba
convencido de que era un producto de mi imaginación, aunque más inofensivo de
lo que me hubiese esperado. Un par de minutos después volvió a hablar:
― Sobre tu pregunta…
― ¿La de cómo es Dios?
― Sí… ¿aún lo quieres saber?
― Si no te importa…
― En fin. ¿Has visto Dogma?
― ¿La película?
― Sí. La película.
― Bueno. Sí.
― Pues parecido.
― ¿Cómo que parecido? ¿Parecido a Alanis Morisette?
― No en sentido estricto, pero sí. Supongo que el director
tuvo algún tipo de inspiración divina a la hora de imaginar aquella escena…
porque daba bastante en el clavo.
― Vaya… bueno, quiero decir, es una buena historia… no
pensaba que mi cabeza fuese capaz de todo esto.
― ¿Cómo que tu cabeza?
― Bueno… no te enfades, pero creo que puedo decirte, sin
miedo, que creo que eres solo un producto de mi imaginación.
No vi venir el puñetazo. Me lo dio en la sien y me hizo
caerme de la cama.
― Pues tienes una imaginación muy vívida ―se burló.
― ¡Espera, para! ¡No me mates!
― No podría.
― ¿Qué?
― Pues eso, que ya no puedo exterminar. No me dejan, no
tengo el poder necesario. Te puedo dar una paliza. ¿Pero exterminarte? Nada. Ni
un exterminio pequeñito de una sola persona.
― ¿Ya no puedes exterminar a nadie?
― No. “Son los nuevos tiempos”. Es lo que me dijeron ―se
encogió de hombros―. Y hasta ahora, debido a ello, todos me han ignorado. Nadie
me veía ni me oía.
― ¿Te expulsaron del paraíso?
― ¿Qué? ¡No! ¡Qué chorrada! Me marché yo, me aburría.
― ¿No podrías haberte reciclado? ―volví a subir a la cama,
pero me quedé algo más alejado de él―. Igual que Azrael aprendió a hacer cosas
nuevas, ¿no podrías haber hecho tú lo mismo?
― No lo entiendes. Yo soy el exterminio, es mi naturaleza,
es para lo que fui creado. No soy otra cosa. Soy eso. No puedo aprender a ser
otra cosa.
― Te entiendo.
― ¿Cómo que me entiendes? ―esta vez se mostró completamente
sorprendido.
― Que te entiendo. Yo también soy como soy. Tengo miedo a
casi todo. Tratan de cambiarme, de ayudarme, pero al final, en el fondo, es una
fachada irreal.
― ¿Tienes miedo a casi todo?
― Sí, tengo casi todas las fobias que hay catalogadas, y
creo que han descubierto alguna nueva gracias a mí. Al menos no tengo hipopotomonstrosesquipedaliofobia…
― Eso te lo has inventado…
― No. Existe. Créeme, sé de fobias. Es el miedo a las
palabras largas. Pero esa no la tengo, al menos aún.
― ¿Y cuál es la peor? ¿A qué le tienes más miedo?
― ¿La peor? Ovinofobia.
Giró la cabeza y me miró de frente. Algo había cambiado en
su expresión. Su barba ya no estaba tan desaliñada. Sus dientes no parecían tan
podridos. Y sus ojos… bueno, dejémoslo en que tenían un brillo diferente.
― ¿Ovejas?
― Sí. La gente cree que son bonitas y tal, pero eso es
porque no se han parado a mirarlas detenidamente. ¿Has visto sus caras? ¿Cómo
puede un animal mirarte de frente teniendo los ojos en los laterales de la
cabeza? ¡Pues ellas lo hacen! ¿Y la lana? Otra idealización. ¿Tú has visto cómo
es la lana de una oveja cuando la lleva puesta? ¡Está sucia, llena de mierda, enredada
en sus propias heces! ¡Y con eso hacen modelitos para bebés! ¿Y las patas? De
ese cuerpo hinchado de forma artificial por una capa de pelaje cochambroso,
salen cuatro palillos deformes, que las sujetan en contra de las leyes de la
física…
Seguí criticando a aquel sucio y deforme animal, hablándole
de mi más profundo miedo, y a medida que hablaba, su apariencia iba mutando. Y
cuando terminé, me cogió de la mano y me dijo:
― Ven.
― ¿A dónde?
En el tiempo en el que tardé en pronunciar esas palabras, la
habitación desapareció, y me vi en pie, en mitad de una campa, frente a una
elevada colina. Sentí frío, porque del cielo nublado bajaba un viento fuerte y
helador. Y sentí terror. Porque a mi alrededor, y en las laderas de la colina, rebaños
de ovejas balaban, comían, defecaban y se apareaban…
― ¿Qué me has hecho? ¿A dónde me has traído? ¿Qué te he
hecho para merecer esta tortura? ―grité de pánico.
― ¡Mira, y cree mi historia!
La voz venía de lo alto de la colina. Allí, como un punto
amarillo, luminoso, como un faro eterno en mitad del infinito, estaba aquel
viejo del chaleco amarillo, el capitán que bregaba contra el oleaje. Allí
estaba Bushu, el ángel exterminador…
Y el punto comenzó a moverse, a descender colina abajo.
Directo hacia las ovejas. Las pateaba, las lanzaba por los aires, y explotaban con
su contacto. Las vísceras de los demoniacos animales volaban por los aires, y
su sangre teñía la montaña de rojo. Los seres huían aterrorizados ante su
presencia, pero Bushu no tenía piedad. Era la destrucción, era el exterminio
ovino personificado. Y tras el éxtasis, la liberación, la epifanía, Bushu llegó
junto a mí. Su chubasquero amarillo, estaba impoluto; su barba resplandecía; sus
dientes eran blancos como el nácar; sus ojos eran azules, profundos como el
infinito más insondable; y sonreía.
― Tú eres mi profeta. Tú eres el primero de los que vendrán.
― Pero me habías dicho que no podías matar. Que ya no eras
capaz de exterminar.
― Cierto. Pero no te he contado todos los detalles. Dios me
dijo que tan solo mantendría en mi haber la capacidad de causar exterminios en
un único tipo de animal.
― ¿Ovejas…? ―pregunté, incrédulo.
― Ovejas. Por eso me marché. Creí que era un chiste, una
broma pesada… me dijo que podría exterminar ovejas, que lo entendería llegado
el momento. Pero yo me enfadé. Por eso puedes verme. Porque eres el elegido.
― Tú eres en verdad, Bushu, el libertador. El ángel
exterminador.»
El sacerdote cerró el libro, y se dirigió a la congregación.
― Hermanos, este texto proviene de nuestro dogma
fundacional, tal y como nos fue transmitido, con su puño y letra, por San Peter
de Londres, fundador de nuestra Iglesia Adventista de los Santos Ángeles
Exterminadores. Hace ya varios años que se nos consideró religión oficial por
parte de las instituciones del país. En las anteriores elecciones municipales
comenzamos a formar parte de la vida política, con partidos que llevaban
nuestra doctrina y nuestra liberación al pueblo que aún no conoce nuestra
verdad. Y el próximo fin de semana, en las próximas elecciones generales, debemos
acudir en masa a votar a nuestro partido, el Partido Bushuista de Liberación.
Sabéis que las encuestas nos dan la posibilidad de ser la llave del nuevo
gobierno ―levantó las manos, en un gesto de júbilo y exhortación―. ¡Cambiaremos
la ley, y exterminaremos de una vez por toda a todos esos sucios animales
ovinos! ¡Primero será este país, y después el mundo! ¡Y con sus cadáveres
arderá una pira eterna, un sacrificio en nombre de Bushu, nuestro libertador,
aquel que nos trajo la esperanza, el primero de los ángeles exterminadores, que
vendrán para liberarnos de nuestros miedos y acabar con todo aquello que nos
paraliza y nos atenaza! ¡Amén, hermanos!
― ¡Amén! ―respondió al unísono la congregación, con una sola voz, con el alma unida en torno a una misma esperanza.
Nota del autor: Dorian, no te quejes de este texto. Agradece que no haya metido aquí nada de lo referente a tus blasfemias sobre los kinitos ―juegos cuya única finalidad es emborracharse― entre los dioses de las diferentes religiones…
Este relato formará parte de «Historias de la Penumbra», un libro con historias fantásticas que voy escribiendo, y algunas de las cuales iré compartiendo como adelanto en esta web. Además, sigo con la segunda parte de «La Voz de la Nada«, mi primera novela (autoeditada), que podéis adquirir en Amazon y en la tienda Kobo.
Los que habéis leído el libro sabéis que el final está abierto a futuras historias (que ya están en marcha), pero que no es un cliffhanger que te hace pensar en que como haga un George RR Martin no os vais a enterar jamás de cómo termina. La historia del primer libro es autoconclusiva (como el episodio IV de Star Wars, vamos).
El tema es que tenía en la cabeza muchas ideas, desde hacía años, que quería poner negro sobre blanco. Y eso me ha decantado, una vez cogido el gusanillo a esto de escribir, por simultanear la segunda parte de La Voz de la Nada con algunas otras cosillas, más relacionadas con la fantasía que con la ciencia ficción.
Aparte del relato corto que tenéis en una entrada anterior, he escrito otro, llamado «La Nigromante», de 13 páginas, pero que no he publicado aquí porque estoy buscando algún concurso o similar para el que cumpla los requisitos (extensión, etc.).
Y junto a eso, he empezado con un experimento que tenía en la cabeza, una novela corta (o relato largo, no lo tengo claro), que se llama «El santuario del norte». Es un experimento porque la historia no la tengo definida, sino que la voy desarrollando sobre la marcha, con imágenes que me evoca el disco «The Northern Sanctuary» del grupo «Witherscape», con un capítulo por cada una de las canciones. No me baso en la letra de las canciones, solo ligeramente en el título de cada una de ellas, junto a las sensaciones, imágenes, ideas… que me pasan por la cabeza al escucharlo. Un poco paranoia, vamos, pero la verdad es que el comienzo me está gustando mucho (la prota se llama Angelique, ya os diré de dónde sale, porque si la idea es un poco paranoica… el inicio lo es más). Si quieres saber del tipo de música que estoy hablando… bueno, el disco lo tienes en Spotify, y en Youtube puedes escuchar la primera pista:
Iré dando más avances de las diferentes cosillas que vaya haciendo.
Pues eso, que la segunda parte de «La Voz de la Nada» sigue su curso. No estoy escribiendo mucho en el blog porque, aunque me gustaría contar algunas cosas sobre cómo van las ventas de la primera (¡50!), la pequeña campaña publicitaria, el proceso de autoedición, etc., los pocos ratos que tengo entre el curro, la familia, mantener mi vida social…, los dedico a avanzar en la novela, aprovechando que tengo ideas frescas y que la historia se está desarrollando de forma sorprendente (incluso para mí, ya que estoy yendo por derroteros que no tenía planificados).
Y junto con la novela voy, poco a poco, completando con cada capítulo una lista de reproducción con una canción por capítulo, tal y como hice con la primera.
La novela no la podéis ir leyendo, pero si queréis, la música sí la podéis ir escuchando 😉
Si se te ha ocurrido escanear el código QR que hay en la primera página impresa del libro, habrás visto que este lleva a una lista de Spotify.
Al final del prólogo, comento que el libro tiene banda sonora, y bajo el nombre de cada capítulo hay una pequeña frase en inglés, que no es más que el título de una canción. Esos cortes musicales han tenido para mí un especial significado en el momento de escribir cada uno de los capítulos (aunque no eran lo único que escuchaba mientras los escribía, evidentemente). Por ejemplo, si escuchas el primer corte, The Morning Never Came, del grupo Swallow de Sun, verás que es un corte oscuro, tétrico, y con un título que es acorde con el aciago futuro de uno de los personajes presentes en la escena; o bajo el tercer capítulo encontrarás Impact Proxy, de Mechina, cuyo título deja entrever que lo que va a acontecer es el preludio de un choque que tendrá lugar más adelante.
En algunos capítulos he tenido problemas para decidirme, ya que han sido muchas las canciones que acompañaban mientras los escribía, mientras que en otros tenía decidida la «banda sonora» antes de ponerme a escribir, ya que las escenas me vinieron a la mente cuando escuchaba ciertas canciones. Así, por ejemplo, desde un año antes de escribirla, tenía claro que la escena final iba a tener como tema musical Refuse / Resist, de Sepultura, o que una escena algo subida de tono tenía que estar inspirada por la aterciopelada voz de Liv Kristine en el corte Nymphetamine Fix de Cradle of Filth (siempre tengo que mirar cómo escribir correctamente el nombre de la canción). Sobre esa escena, por cierto, comentar que en una redacción inicial era mucho, mucho más explícita, pero al final pensé que la temática del libro no era esa, y que era mejor recrearme en otros aspectos, en lugar de en ese. Ah, y por supuesto, The Eagle Flies Alone, de Arch Enemy, en el cuarto capítulo, donde queda bien claro que los personajes femeninos son los que llevan la voz cantante en la historia (y, además, que son las que van a repartir de lo lindo).
Jurdan, el personaje que hace de hilo conductor, también se refiere en muchos casos a sus gustos musicales (que, casualmente, cuadran con los míos, pero lo que yo escucho ahora serán clásicos de ese estilo en su época); y, en algunas ocasiones, lo que escucha se corresponde con el título de la canción a la que se hace referencia en el capítulo en cuestión.
De todos modos, si tuviese que decantarme por un grupo que me haya servido como hilo conductor a la hora de escribir toda la novela, algo que ha estado presente desde el inicio, ese grupo ha sido Mechina. De hecho, la historia se me ocurrió mientras escuchaba lo que se ha convertido para mí en un grato descubrimiento: su último disco a fecha de hoy, As Embers Turn to Dust. Si no has escuchado ese tipo de música nunca, te invito a que le des una oportunidad (en concreto, a obras de arte como Impact Proxy o The Synesthesia Signal). Sesiones de escritura de cuatro o cinco horas iban acompañadas en bucle de alguno de los álbumes que forman parte de su discografía.
Ya ves que la música juega una parte muy importante en La Voz de la Nada y, de hecho, historias posteriores que quiero narrar tienen ya asignadas su banda sonora en mi cabeza. Te invito a que la leas mientras escuchas las canciones que te propongo o, como te indico en el propio prólogo, puedes usar otras, si estas no son de tu agrado.
Bueno, pues ya has publicado, y tus familiares, conocidos y amigos han decidido que quieren leer lo que has escrito. ¿Y después qué? Como has decidido no meterte en el mundo editorial, y publicar por tu cuenta, nadie más conoce lo que has hecho, así que las ventas de tu libro pasan de unas pocas al día, a cero. Así de sencillo.
No te voy a negar que, por mucho que había leído lo de «no eres nadie, nadie te conoce, y nadie va a comprar tu libro porque sí» (excepto tus allegados, claro), siempre tienes en el fondo ese gusanillo que te dice que fijo que tienes suerte. Pero no, yo no he sido una excepción, como era de esperar, y para muestra, aquí puedes ver las ventas de mi primera novela en estas dos primeras semanas tras su publicación:
Para que te hagas una idea, la linea central representa 5 unidades vendidas, las líneas grises son de ejemplares en papel, y las naranjas en ebook. El día con más ventas se pidieron 7 unidades en papel, y creo que puedo decir, con nombre y apellidos, de quién eran 😀
La realidad es que si no haces nada para moverlo, te vas a quedar en tus allegados, y poco más. Pero por suerte hay un par de cosillas que puedes llevar a cabo para acercar lo que has escrito a más gente.
En los próximos días iré desarrollando un poco más estos puntos, pero para que te hagas una idea, puedes aportar visibilidad a lo que has escrito con algunas acciones bastante sencillas (pero que requieren un poco de aprendizaje e investigación y, alguna de ellas, una pequeña inversión económica):
Mueve tu libro por las redes sociales. Estate atento a hashtags relativos a literatura o a la temática de tu libro en twitter, facebook, instagram, linkedin… las redes que uses. No hagas spam (es decir, no respondas a mensajes de otras personas hablando de tu libro cuando no viene a cuento ), pero publica actualizaciones, recordatorios… y si alguien te pregunta, entonces sí, responde.
Mueve tu libro por foros (de literatura o generalistas, pero como he dicho antes, no hagas spam si no te lo solicitan… pero si te lo piden, ¡aprovecha!), envía extractos a publicaciones literarias… lo más probable es que nadie te haga caso, pero si suena la flauta, igual llegas a alguien más…
Crea una landing page. Como esta en la que estás ahora mismo. Una página sencilla en la que des opción de leer un extracto, indiques cómo adquirirlo… y si de paso vas creando entradas que le puedan resultar de interés a algunas personas, y eso te consigue visibilidad en buscadores, mejor que mejor. Desarrollaré este punto más adelante.
Monta una pequeña campaña de publicidad en Google Ads, Facebook, Amazon (si vendes a través de esa plataforma). Cuanto más dinero metas, más visitas a tu landing page conseguirás (sin landing page, excepto en Amazon, no podrás montar la campaña). Eso sí, visita no implica compra. Hablaré también sobre cómo crear una campaña en unas semanas. Los pocos eurillos que vas a recibir con esas compras de la gente que te conoce, los puedes dedicar a comprar un par de pizzas, o a una campaña sencilla. Tú eliges.
¿Bookcrossing? No lo tengo muy claro, pero es bastante probable que busque por dónde se mueven libros mediante este sistema en Bilbao, Barcelona o Madrid, y aproveche para dejar un par de ejemplares, o decirle a algún amigo que viva en esas ciudades que me los deje por allí. Por si no has oído hablar de ello, consiste en dejar un libro en un lugar conocido por quienes lo practican, y avisar en un foro (por ejemplo, este). Quien lo recoja y lo lea, después indica en el foro su opinión, y lo vuelve a «liberar».
Si publicas en Amazon, puedes considerar otro tipo de promociones propias, o su programa KDP Select, pero aún tengo que investigar bastante más sobre el tema, porque no sé si me compensan o no. Con lo que vaya aprendiendo, ya os iré contando.
Pide valoraciones a quienes lo hayan leído. Si vendes en plataformas digitales, y tu libro ha gustado a quienes se lo han leído, diles que te pongan una reseña. Eso sí, que sea realista. Si creen que es de 3 o 4 sobre cinco, que no te pongan 5 estrellas, porque si alguien decide comprarlo debido a esas críticas y ve que no cumple sus expectativas, volverá para valorarte de forma negativa.
Ninguna de estas ideas se me ha ocurrido a mí, y no es nada que otros no hagan ya. Yo las he ido recopilando desde diferentes fuentes, y aquí las dejo, por si alguien las lee y le resultan útiles.
¿Esto va a convertirte en el próximo Dan Brown, o en la próxima J.K. Rowling? Pues no. Pero como escritor amateur me vale con llegar a unas pocas personas a las que les guste lo que he escrito. Y si consigo eso, me animaré a seguir con el siguiente (que ya he comenzado, por cierto).
Y recuerda: exposición implica críticas, aunque duelan. Tus allegados no te van a hacer sentir mal, pero la gente que no te conoce, no va a tener ningún problema en hacerlo. Si me dicen que lo que he escrito no sirve para nada, o si alguien se ríe de mí en un foro en el que he puesto algo sobre el libro, pues me tengo que aguantar. No digo que lo lleve bien, pero es lo que hay.
Vale. Ya he publicado mi primera novela. ¿Y ahora qué? Ahora viene el primer gran problema. No es la distribución. No es publicitarla. No es venderla. No. El gran problema es que hay gente que ya ha la comprado (familiares, amigos, conocidos… y algún que otro desconocido también), y se la va a leer.
¿Cómo puede ser un problema que se la vayan a leer? ¿No era ese, precisamente, el objetivo?
Pues sí. Pero a diferencia de una novela que ha pasado por una editorial, mi libro no ha tenido editores ni correctores que hayan validado que todo esté bien. Hasta Pérez Reverte comenta en alguno de sus libros (no me lo he leído, me lo ha dicho un compañero, profe de lengua) que en él vas a encontrar erratas, a pesar de haber pasado por correctores profesionales. Mi novela se la ha leído mi mujer y ha encontrado algunos fallos; me la he leído yo tres veces, y todas ellas he sacado fallos (aunque en la última eran detalles de estilo, más que otra cosa); pero seguro que alguno ha quedado.
Aun así, si obviamos el hecho de que, a pesar de todo, se me habrán escapado erratas, ese no es tampoco mi mayor miedo. Al no haber pasado por un «filtro de calidad» editorial, no sé si mi estilo de escritura, mi expresión, es «legible», «entendible» o, incluso, «digna». Sí. Ese es el problema. ¿Soy «digno» de que me lean? ¿Soy «digno» de que mis conocidos se hayan gastado su dinero, y su tiempo, en algo que tal vez no pueda llamarse «libro»? ¿Y si no es más que una prosa tosca sin valor literario? ¿Y si la historia no tiene ni pies ni cabeza?
Por eso, precisamente, la pregunta que hago a quienes se lo han empezado a leer es: «¿te parece un libro de verdad?». Ese es mi gran miedo. No pretendo que este libro se convierta en un clásico de la literatura universal; y sé que hay mucho que mejorar de cara al segundo. Pero creo que eso es algo normal (estoy seguro de que Miguel Ángel, antes de hacer El David, hizo alguna que otra chapuza). Bueno, no lo creo, lo tengo claro, ya que solo con la experiencia que fui cogiendo a lo largo de la escritura de este, al terminar, tuve que reescribir alguno de los primeros capítulos, porque me parecía que el estilo era muy distinto.
Por ahora, quienes han empezado, me dicen que sí, que lo están leyendo a gusto; así que poco a poco voy perdiendo ese primer miedo. Sé que, como ocurre con todos los libros, habrá a quien le guste, y a quien no; pero más allá de la cuestión de si la temática o la trama le resulta a uno interesante, me gustaría quedarme con la sensación de haber sido capaz de desarrollar una historia coherente, bien narrada, y que guste a quienes la lean (no a todos, porque es imposible, pero al menos a quienes esta temática les agrada).
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